LO TRÁGICO DEL SILENCIO. A
En el silencio no sólo hay un elemento sano, amable -escribe Max Picard en su libro citado-; hay también un elemento oscuro, telúrico, terrible, hostil, que puede surgir del fondo del silencio, infernal, demónico. A lo largo de la historia de Occidente, la primera forma de angustia suscitada por el siencio lo es por aquello que Georges Simon considera la inmensa epopeya del silencio de Dios, comenzando por el silencio de la creación. Ese Deus absconditus, trascendente, insondable, enigmático, de Pascal, cuya oscuridad recuerda al hombre que es limitado y pecador. Ese Dios escondido –`¿A dónde te escondiste…?´- de san Juan de la Cruz, que así confiere al hombre la libertad de creer o no creer.
Ell silencio de Dios se ha percibido y sentido también como trágico, porque pone en duda su misma existencia o puede ser esta interpretada como indiferencia, lo cual no ha dejado de despertar la cólera de muchos creyentes, y, en el mejor de los casos, se ha visto como la noche de la fe. Job -ese asombroso personaje literario, expresión de buena parte de la humanidad- ya acusó directamente al Altísimo, en uno de los testimonios literarios más bellos de todos los tiempos. El salmo 22 comienza con el lamento del desamparo de Dios, que no oye los rugidos del justo, que no responde de día y no da remedio de noche. El libro de las Lamentaciones vuelve a denostar al Dios que se esconde y parece ignorar el sufrimiento del pueblo.
Que su Palabra, su mismo Hijo, que le llama Abba, padezca en el Huerto de los olivos y en la cruz ese silencio, esa ausencia, ese mismo desamparo, ya es una cierta respuesta al drama de Job, al drama del hombre que en todos los tiempos y lugares sufre el silencio de Dios. Pero no acaba de aquietar al corazón humano, como lo demuestran esas mencionadas noches de fe, patentes en las vidas de muchos santos, como en las de las tres Teresa (de Ávila, de Lisieux y de Calcuta).