Los castros de Arróniz (I)

 

                  El día ha salido plenamente otoñal, con sol templado y viento soleado. Como para honrar a todos los santos, a los que estuvieron  y a los que están aún en la tierra  Reanudamos nuestra afición a los castros y, tras nuestra visita a Los Arcos, nos vamos hasta Arróniz, donde estuvo otro de los grandes poblados de lo que hoy llamamos Tierra Estella.

Llegados cerca del Trujal Mendia, la joya de la corona de la villa y buque insignia del aceite de Navarra, tenemos en frente todo el pueblo viejo, muy actualizado en todos sus alrededores, con la torre neoclásica del templo gótico y encima de ella la basílica de Nuestra Señora de Mendia (el Monte), entre árboles a vista de pájaro.

Siguiendo el itinerario que nos marca Julio Asunción, partimos desde la plaza del Barrio Nuevo y por la calle Nueva tomamos la pista de cemento, que luego será tierra prensada, que nos llevará, dando alguna vuelta, hasta el castro. Vamos entre olivos viejos y nuevos, cargados de olivas verdiamarillas, amarillas y verdinegras, sobre un suelo verde vibrante primaveral, sostenido por las lluvias frecuentes de este año. En él crecen y abundan las cerrajas, las zamarragas y las floridas. A comienzos del segundo decenio de este siglo, el ayuntamiento de Arroniz, tras la incitación de Asunción, balizó el sendero con nuevas señales y paneles, lo que debería servir de ejemplo a otros muchos consistorios. Cuando dejamos la pista, subimos a un pequeño promontorio y avanzamos apaciblemente entre tomillos y grandes margaritas hasta llegar a los aledaños del castro, poblado ahora de encinas, carrascas y coscojas, abundantes en bellotas. Un gran foso, con altos muros de piedra defiende la parte habitada del poblado

El castro de Gasteluzar -nombre típico de muchos castros- lo descubrieron en los años ochenta alumnas del Aula de Arqueología del Instituto Oncineda de Estella, y lo estudiaron después Amparo Castiella, Armando Llanos y Javier Armendariz.  Plantado en la cima amesetada de un espolón de roca, tiene una altura máxima de 606 metros y una superficie de 8000 metros cuadrados y está rodeado por el norte de una gran antecastro, que seguramente lo ocupaba un espacio económico-ganadero. Encontraron cerámicas muy variadas, sobre todo celtibéricas, y molinos. Fue repoblado en época tardo-antigua y medieval. La piedra de las dos torres documentadas, entre el siglo X y VI, sirvieron seguramente para levantar la cabaña rústica -puerta, ventanucos laterales y techo cóncavo- para uso de los que cultivaron el terreno antes de 1956, y plantaron una viña en el flanco septentrional del poblado.

El Gasteluzar de Arroniz sobresale, como pocos poblados prerromanos, por los fragmentos de murallas bien conservadas en  todo el perímetro y los dos primeros niveles, bien visibles desde lejos. Son impresionantes las que se conservan en en el suroeste, donde estaba la entrada, y el noroeste, y norte, la parte menos protegida, con tres metros de altura y  metro y medio de anchura: paramentos de piedra a los dos lados y rellenado con cascajos y piedra menuda. El terreno llano se lo disputan las carlinas, las hollagas, los tomillos, las zerrenzas o escobas y algunos agavanzos. Unos viejísimos troncos retorcidos de almendros, ya sin ramas, ni hojas ni frutos, resisten aquí y allí en la parte meridional del yacimiento. 

El dominio del poblado era amplio: desde el vértice sur de Montejurra, donde se ven ahora dos antenas, hasta los montes de la Rioja, pasando por el valle del Ebro, con vistas  hasta Codés por un lado y hasta la Bardena Negra por el otro. Hoy, los olivos verdiamarillos otoñales, y no solo verde-oliva,  hincan sus tenaces raíces casi en solitario en las cordilines, las colinas, los oteros, los cerros, los montículos, los promontorios… y sus laderas, Solo en algunas hondonadas se ven unos pocos rastrojos de alguna fincas de cereal, anaranjados ahora por el vallico encorvado (parapholis incurva).  No existe en Navarra un olivar tan extenso e intenso, que por algo tiene el mejor trujal a sus pies.

A la vuelta del castro, queremos detenernos en la basílica de Mendía, que podría ser una castro, y es un monte urbanizado con la capilla, la casa del capellán y de la cofradía,  y una teoría de jardines varios, a la par que miradores en derredor, al este, al oeste y al sur, llenos de árboles, plantas y flores: acacias, cedros, pinos, tamarices, higueras, encinas, fresnos, tilos, aligustres japoneses, pitas, rosales varios, begonias, mirtos… y, sobre todo, olivos; olivos en todos los niveles, repletos de olivas, algunas ya negras y hasta caídas en el suelo, y en todas las composiciones jardineriles posibles. Cuatro mujeres jóvenes, con sus mochilas de turistas a la espalda, recogen afanosas en una bolsa las que ellas llaman endrinas en los matorrales debajo del último mirador.

Una veintena de personas están rezando el rosario, pausada, solemnemente, ante la Virgen románica y el Sacramento expuesto. Me uno en espíritu y emoción a José Mari, el cura de  mi pueblo, que fue párroco aquí y escribió varios sonetos  a la Virgen de Mendia, y a Jesús, sopicón y también poeta, recién fallecido, a quien acaban de celebrar sus parientes amigos en este santuario, tan querido por él.

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Este mes de noviembre, o, por lo menos, algunos días de este mes de los muertos, voy a ir publicando, debajo de cada bitácora, unos breves poemas que he ido escribiendo durante muchos años sobre este  tema universal de la literatura de todos los tiempos.

 

Tan callando
viene por fuera la muerte
y por dentro tan  gritando.