Los castros de Arroniz (y II)

 

                     El día nos ha salido tan saludable como el sábado anterior. Ha llovido un poco durante la noche y encontramos el suelo blando cuando salimos por la ancha pista que desde el sur de la villa llega hasta los términos de El Monte y Sobrepeñas, cerca  ya de Sesma y pasa cerca y a la par de la sierra de Arrosia. Una sierra menor, en dirección norte-sur, cubierta de pinos por la parte oriental que da al pueblo, partida por varias quebradas de faldas cortadas y sus  correspondientes barrancos, que desaguan entre las piezas de cereal que ocupan el somontano.

Vamos por un terreno llano, donde no hay ni olivos ni viñas, ni árboles, solo un nogal solitario y, un poco más adelante, un tamariz junto a una balsa o pequeño humedal. Un sendero cómodo se desvía hasta el mismo pie del castro, situado en el vértice y al otro lado del monte pinoso.

Con orígenes en el Bronce Final, fue uno de los castros más importantes de toda la zona. El oppidum por excelencia, sobre todo a partir del sigo IV a.C. A 586 metros de altitud, con un largo dominio, al este y oeste de la sierra, sobre las dos vertientes, el piedemonte sur del Montejurra y el somontano oriental de Los Arcos, con feraces campos de labor. Lo descubrió un vecino de Arróniz, Vicente Galbete, y lo estudiaron Amparo Castiella, y después Armando Llanos y Javier Armendariz. Es uno de los más extensos de Navarra: 31000 metros cuadrados entre castro y antecastro o terreno económico-ganadero, dos recintos claramente separables. Entre los objetos encontrados, además de muchas y ricas cerámicas y molinos de piedra, es de resaltar un fragmento de pie votivo  en cerámica y un molde fundición para bronce.

Estuvo roturado durante muchas generaciones, que acabaron con casi todas las  huellas de las arcaicas infraestructuras. El espacio está hoy ocupado por el monte bajo, y el extremo septentrional coincide con el camino del monte. Las paredes de la pendiente abrupta al norte están claramente recortadas por la mano del hombre y son evidentes los taludes al sur y al oeste, seguramente defendidos otrora por murallas. El segundo recinto se extiende por todo el perímetro, delimitado por fosos a ambos lados. En las excavaciones se encontraron muchas muestras de incendio por todo el yacimiento, sin que sepamos la fecha exacta ni la causa del trágico suceso, probablemente Sus residentes con más suerte pudieron cobijarse en el oppidum vecino El Castillo de Los Arcos.

El sol de la tarde brilla sobre todos y cada uno de los castros arqueños que visitamos recientemente, y también sobre el Gasteluzar de la semana pasada, y sobre la cima sur del Montejurra, próxima a otro castro, y sobre el castillo de Monjardín, otro de los lugares elegido por nuestros antepasados para enfrentarse a sus vidas. Allí, lejos, por encima del valle de Valdega, se asoma, imperturbable, el roquedo de Lokiz.

En el término de La Ra, a dos kilómetros y medio del anterior, en la estribaciones orientales de la sierra, queda solo el recuerdo de otro poblado protohistórico, que lleva el nombre del término, con orígenes en el Calcolítico, destruido por la maquinaria, de unos 7000 metros cuadrados, donde se descubrió también, cosa rara de veras, su necrópolis adjunta. Castiella, que lo estudió primeramente, además de Jesús Maria Bea y Armendariz, halló dos fragmentos de torques en bronce, restos óseos quemados y ajuares funerarios. Un corral cercano se hizo con muchas de las piedras que sobraban y entorpecían las labores agrícolas. Debió de terminar a mediados del primer milenio a. C., y sus moradores pudieron albergarse en el poblado de La Peña Rasa, a 1´8 km. de distancia, cerca del actual Dicastillo, o en el más lejano de Arrosia, que  por entonces crece y convierte en la capital de la zona.

¿Pero qué sabemos nosotros de todo aquello?