Mañanita soleada y templada de finales de enero, dentro de un largo anticiclón tras los fríos y lluvias. Baja cumplido el río Arga, ya sin excesos. Pasamos por debajo de lo que fue castro prerromano de Andelo, antes de que se convirtiera en importante ciudad romana. Recordando nuestro anterior recorrido por los menhires, cistas y dólmenes de Larraga, no del todo triunfal, partimos de las cercanías del restaurante El Poste, en las afueras de la villa y nos internamos pronto por ancha la cañada real Tauste-Urbasa-Andía, entre maizales sin recoger, herbales bien nacidos y, a un lado y otro, mogotes cubiertos de pinos. Llevamos al río cerca, a nuestra derecha, porque vamos a un castro, que es un cerro testigo, a poca distancia del Arga, con una altura de 355-36 metros y una extensión de 12.800 metros cuadrados. Se llama, según unos mapas, Matacalza y, según otros, Malacalza. No estamos aquí para etimologías. Para colmo, desde finales de siglo es un pinar, que suele desfigurarlo casi todo.
Dejamos el coche al pie y seguimos un camino que corre cerca de unas huertas a la orilla del agua. Preguntamos a gritos al único labrador que vemos entre unos grandes cardos, si es aquello Matacalza y nos dice que sí; que Larraga termina en las huertas y que de allí en adelante es ya Mendigorría. Estamos lejos de los dos pueblos, que de vez en cuando vemos en la lejanía como nidos altos de casas grises y blancas.
Javier Armendáriz descubrió y estudió el primero y el tercero de los castros que vamos a ver hoy, y estudió los tres, donde encontró cerámicas y molinos de mano de piedra, barquiformes y circulares, del Hierro Antiguo y Medio. Parece que este de Matacalza fue abandonado a finales de esa Edad, tal vez para ocupar un espacio mucho mayor y más seguro, que fue el vecino Andelo, que quizás quiere decir grande. Aquí encontró, procedente quizás del yacimiento contiguo de Las Aceras, una punta de flecha de sílex con pedúnculo y aletas, activo ya en el Calcolítico.
La parte meridional que da al río fue el espacio habitable del castro y la parte septentrional sirvió seguramente como espacio auxiliar para animales y otros menesteres domésticos. Al final de nuestro recorrido solo nos es dado ver o imaginar, en el flanco noroccidental del monte, el foso abierto, sin muralla, de un lado al otro de los escarpes delimitando el viejo perímetro urbano.
Bajamos por una pista nueva y vemos la primera bejera, la de Eugenio Acarreta, de las que luego hablaré. Y, puesto que se nos ha hecho tarde, nos quedamos a yantar, junto al río, frente al viejo molino, en un recodo cercano a las huertas que ocupan toda la orilla derecha del Arga.
Y, como se nos ha hecho tarde, nos quedamos cerca del río, frente al viejo molino, en un recodo aislado que deja la hilera de huertas, donde yantamos y sesteamos al sol acariciador de finales de enero.