Por el mismo camino volvemos a Larraga, y por una de sus calles empinadas subimos hasta los pies del castillo, es decir, del monte o de la cima del monte, de donde fueron descolgándose los viejos ragueses para habitar las faldas y después el sotomonte o llano, donde ahora se cobija la mayoría de la población.
El castro, llamado El Castillo tiene una altura superior de 445-451 metros y una superficie cercana a los 10.000 metros cuadrados. Conocido desde siempre, con ocasión de unas obras para la construcción del cuarto depósito de aguas para las casas más altas del pueblo, en 1984, y estudiado por Amparo Castiella, se encontraron en su espacio cerámicas manufacturadas y celtíberas. Tal vez sus habitantes procedían del vecino asentamiento en el Alto del Rey , despoblado en el Bronce Final. En tiempos romanos pudo llegar a ser un vicus o pequeña aldea dependiente de la cercana ciudad de Andelo. En 1987, en otro lugar del casco viejo fue hallada un ara romana, dedicada a la diosa Erremsa (siglo I a.C.) Bien comunicado por la vía que unía Pompaelo y Andelo con Gracurris (Alfaro), fue habitado de nuevo tras la crisis imperial, para desarrollarse después y expandirse hacia el llano en tiempos posteriores.
Un castillo medieval y después un fuerte fusilero durante las guerras carlistas del siglo XIX destruyeron todo rastro del poblado prerromano. Hoy todo el espacio es un atractivo parque, abierto en varios caminos hacia la cumbre. Privilegiado mirador sobre la vega del río Arga y la Ribera Alta. Pequeño parque botánico, con muchos pinos y muchas plantas aromáticas y de adorno, es también espacio de juegos infantiles, y cómodo paseo de ronda.
Desde la cima o desde el flanco sur del paseo de la ronda el espolón de El Castellón o El Castejón, otro castro celtíbero, de 13.600 metros cuadrados, con una altura de 345-356 metros, cuyo habitat duró desde el Calcolítico hasta el poblado medieval de Cebror (s. XII). En tiempos romanos pudo ser un otro vicus en torno a la ciudad de Andelo. Hoy, cubierto casi por completo de pinos, la reconstrucción visual deviene imposible.
Nos queda un rato para visitar el Parque de Turrientes, ahora de la Memoria de los 47 fusilados del pueblo durante la guerra civil y de los componentes de un circo ambulante, procedente de Lodosa, ejecutados en este término. Siempre respeté, aprobé -y en ocasiones colaboré con prosas y versos- tal memoria, pero no puedo menos, en este lugar y en otros, que extrañarme de la manía de algunos de vincular la lengua vasca, y a veces los símbolos nacionalistas vascos, con estas listas de víctimas de afiliados a la UGT o la CNT, si no es por motivos meramente ideológicos y propagandísticos.
En el mismo término de Turrientes, en la parte central, visitamos una bejera (abejera), en tres casetas, de entre las 30 existentes en el término de la villa, financiada su reconstrucción en un 70% por la Unión Europea y el Gobierno de Navarra. Son construcciones bajas rectangulares -de 3 a 15 metros de fachada horizontal- en piedra arenisca local, al abrigo de un altirón o altozano, orientadas hacia el sur, con tres bancadas interiores de 18 celdas o trilitos, con falsas bóvedas y falsas cúpulas, mediante lajas apoyadas unas en otras, y cubiertas de tierra. A su alrededor solían construirse ventureros o celdas de aclimatación para las colmenas, junto a alguna corriente o balsa de agua, o, cuando no, junto a algún pozo, como el que vemos aquí, semitapado por grandes losas. En la caseta central de la bejera, que se dice donada por el agricultor José Arbiza, mi viejo colega en el Parlamento de Navarra, hay toda un conglomerado de trastos, es decir, útiles para la conservación y funcionamiento de la pequeña industria apícola.
Y ¿qué quieren decir esas grandes losas, hincadas a la manera de un cromlech gigante en la parte más oriental del Parque? Pues, al decir de quien lo sabe, nada. El recodo fue en tiempos un basurero, que se clausuró en 2005. Al terminar, la empresa que lo llevó a cabo, aconsejada por alguien con buenas intención seguramente, quiso que muchos nos preguntáramos por su significado y pensáramos algo grande y glorioso sobre la ilustre villa de Larraga.
Lo que no tenemos tiempo para ver es la villa romana, el Naveo, también situada cerca del río, descubierta por Armendáriz en 1997 y estudiada después por mi amigo Igor Cacho Ugalde.