El sol es cercano en esta mañana de abril y un cierzo entusiasta hace crecer los muchos pinos, cipreses, ailantos y acacias que nos acompañan en la autopista hasta Tudela.
Pasamos el puente musical de Tudela sobre el Ebro, que llega caudal y primavera, y en un santiamén el prodigioso tomton navegador nos lleva, pasando por el parque, hasta el primer aparcamiento del cerro de Santa Bárbara, que en el tajo abierto por las excavaciones nos deja ver las entrañas de su historia.
Primero, alcazaba mora, luego castillo cristiano, emita de la santa de su nombre en el siglo XVII, fortín militar en el XIX, y peana gigantesca de piedra para una gigantesca estatua del Sagrado Corazón en los años cuarenta del XX, el cerro de Santa Bárbara es un museo vivo y carnal de lo que la ciudad de Tudela ha sido durante siglos. Subimos entre pinos y cipreses hasta la base del monumento hecho seguramente con las piedras de todas las construcciones, murallas incluidas, de todas las edificaciones anteriores. Algunas familias y algunas personas individuales se sientan en los bancos o pasean por la cima amesetada o aprovechan, como nosotros, este incomparable mirador para enriquecer el cerebro. Junto a una fuente, cerrada, de piedra, donde han colocado la grabadora, bailan unas adolescentes alborotadas y bullangueras.
Desde abajo hasta la cima sube un vía-crucis de podios bajos de piedra con la leyenda Amigos del Corazón de Jesús. Pequeños gamones y pizpiretas manzanillas silvestres o locas, junto con algunos tomillos, cubren los trozos de tierra no excavada o no ajardinada del cerro.
La histórica y céntrica Tudela de los tejados terrosos, que tiene como eje la esbelta torre tardorrománica de la catedral, está rodeada por todos los lados por las nuevas y variopintas construcciones de la nueva Tudela, ciudad industrial, agrícola y comercial, próspera donde las haya. En frente, otro cerro pinoso, otra atalaya, la torre mudéjar de Monreal (Monte real) y otro reciente monumento al Sagrado Corazón. Más lejos, el retablo de Ablitas, con el estandarte de su torre medieval. Y el Moncayo, con algunas franjas de nieve en sus pétreos costados.
Pero los ojos se me van pronto hacia el padre río Ebro, verdiazulenco, que pasa, más ancho que nunca, entre azulverdosos álamos, verdes olmos, alisos, fresnos y verdeamarillas mimbreras, pintando de verde regadío con sus manos invisibles las blancas tierras aluviales de sus riberas.
Y, debajo de nosotros, la feria viva y cuadricular de la verdura de Tudela en la Mejana -la Mediana-, con la alcachofa como reina, a la que canté un día en verso y en prosa en el salón de la casa consistorial. Árboles frutales, algunos cipreses, algunas palmeras. Algunas huertas están baldías y en una de ellas han plantado un rodal de olivos. En los Montes de Cierzo nos saluda con aspavientos un batallón de molinos eólicos.
En las muchas excavaciones que en este cerro singular ha llevado a cabo el arqueólogo tudelano Juan José Bienes y su equipo, les salieron también los primeros restos del primer poblado de la Primera y Segunda Edad del Hierro en casi 14.000 metros cuadrados de superficie: entre ellos, cerámicas celtíberas de gran calidad y hasta una sepultura infantil con una pulsera de cobre como adorno. No es menester decir que con todo lo que llovió y se construyó desde entonces, solo queda del oppidum el cerro notablemente transformado; el paisaje, ya muy humanizado, y el río ya no tan temperamental, térrea y pétremente encauzado.
Pasa también silbando el tren por la estrecha cornisa entre los paredones arcilloso, las huertas y el río, como si se diera prisa por librarse de una posible inundación o de un posible desplome de los farallones rojizos cortados a su paso.