Los derechos de los pueblos indígenas

En el Parlamento Europeo trabajé bastante en favor de los pueblos indígenas, sobre todo del continente americano, con la información precisa y segura que me enviaban unos misioneros católicos residentes en Brasil, que sufrían la suerte de estos pobres pueblos, muchos de los cuales ya han desaparecido. Hoy leo la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, recién aprobada, tras dos décadas de negociaciones, en la Asamblea General de la ONU, con el apoyo 143 países, 11 abstenciones y 4 votos en contra. El texto busca la protección de más de 5.000 comunidades y de unos 370 millones de personas, muy repartidas en todo el mundo. Los 46 artículos del nuevo instrumento jurídico no vinculante establecen el respeto a la propiedad de la tierra de los indígenas, el acceso a los recursos naturales de sus terrritorios habitados, la preservación de sus tradiciones, el reconocimiento y la protección jurídica por parte de los Estados dentro de los que viven, o la prohibición del traslado de poblaciones sin el consentimiento de las comunidades afectadas. Un punto polémico es el derecho de autodeterminación de tales pueblos, que ahí se reconoce, lo que ha motivado buena parte de los votos negativos y de las abstenciones, sobre todo de cuatro grandes países, como Australia, Canadá, Estados Unidos de América y Nueva Zelanda. Según algunos de estos embajadores, tal pretendido derecho entra en concflicto con el marco constitucional de los países democráticos y se da de bruces con los textos fundamentales de la ONU, que sólo contemplan ese derecho en situaciones de descolonización. La verdad es que no puedo imaginarme, no sólo en esos países, sino en otros, como Brasil, Venezuela, Colombia, Bolivia, Suecia o Noruega, unos cuantos pueblos indígenas exigiendo la autodeterminación a los Gobiernos respectivos. Y menos aún a esos mismos gobiernos, tan distintos ideológicamente, aceptando beatamente tales exigencias. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, son muy «generosos» a la hora  de admitir y hasta promover la autodeterminación de Eslovenia, Croacia y hasta Kosovo, una vez derrumbado -dirán ellos- el antiguo Estado yugoeslavo. Pero, dentro de la propia casa, quiá.