El anteproyecto de ley sobre el desperdicio alimentario, presentado por el Gobierno a las Cortes, es una de las iniciativas sociales que merecen el mayor de los apoyos ciudadanos. Déjense los hosteleros de hacerse las víctimas, porque la ley los menciona, entre otros muchos responsables, pero no como culpables, sino como ejecutores de una nueva y necesaria costumbre de ahorro y aprovechamiento de los alimentos. La actual situación de 31 kilos anuales de desperdicios por habitante es un escándalo. Y todas las excusas y reparos puestos a a la ley son sinrrazones de mal pagador o de perezoso conciudadano a la altura de nuestro tiempo. El plan que se le exige a cada persona o institución dentro de la cadena alimentaria no puede ser más lógica; primero los clientes de los establecimientos; después los que más necesitan, siguiendo por los animales y los diversos usos industriales.
Como en todas las leyes, mucho dependerá de los agentes encargados de hacerla cumplir, comenzando por distribuidores, dueños de almacenes, tiendas y grandes superficies, bares, restaurantes, servcios de abastecimiento (en inglés, catering)…, amén de alcaldes, concejales, fuerzas del orden… Y, como siempre, serán los padres, ay los padres, o tutores los que deberán, desde los primeros años de los hijos, hacerlos conscientes de la dimensión social de los alimentos, de las comidas, de lo que falta y de lo que sobra. Y con los padres o tutores, sus colegas y continuadores, los maestros, profesores, periodistas, escritores, influyentes… Demasiados, para que las cosas no puedan salir bien.