Lc 24, 13-35
Iban dos discípulos de Jesús de Nazaret
–uno llamado Cleofás-,
camino de Emaús, su pueblo, conversando,
sobre lo que venía de pasar
en la ciudad de Jerusalén.
Habían oído que algunas mujeres visionarias
habían visto ángeles diciendo
que Jesús vivía,
pero otros compañeros fueron al sepulcro
y a él no le vieron.
Ellos eran también de aquellos que esperaban
que el Maestro, profeta poderoso en obras y palabras,
liberara a Israel.
Pero ahora iban recordando,
tras el fracaso,
que muchas veces, en comidas y encuentros,
les había hablado, con citas bien traídas
por su ubérrima memoria,
comenzando por Moisés, seguido de los profetas,
que el Ungido de Dios debía padecer
antes de entrar en la gloria de Dios.
E iban recordando, uno a uno,
los sucesos de los últimos días,
a la luz de Isaías, Jeremías y Ezequiel.
Sentían arder el corazón,
al ir aplicando a Jesús
lo que había previsto la Escritura.
Llegados a Emaús, se sentaron a la mesa,
y, tras tomar el pan,
dando gracias a Dios,
al partirlo y repartirlo,
el Dios de Jesús les salió al encuentro,
se les abrieron los ojos y le reconocieron
más vivo y presente que nunca.
Repuestos del susto y la sorpresa,
llenos de júbilo,
volvieron a la ciudad
y encontraron reunidos a los Once.
Igual que e ellos, se había aparecido a Pedro.
Y todos celebraron entusiastas
al Señor de la vida.