Al leer y escuchar hoy el evangelio del evangelista Juan sobre la mutiplicación de los panes y de los peces (Jn 6, 1-15) y, al compararlo con los relatos del resto de los evangelistas, recuerdo lo que ya en otra página de este Cuaderno dije sobre esos textos. Los exégetas de hoy están lejos de comentar esa ación tan popular de Jesús como el cuento prodigioso que nos contaron de niños, entre otras maravillas de Jesús. Porque Jesús habla en esa o esas ocaciones de sí mismo como alimento de una turba hambrienta y necesitada de sustento y de consuelo. El pan y el pez representan a Jesús en la antigua Iglesia. Y toda eucaristía o acción de gracias, cena de fraternidad, fiesta de comunicación, de comunión entrañable, lo es por el alimento recibido con alegría de Dios y multiplicado entre la gente, no sólo a través de la Palabra del Maestro, sino de la entrega de su cuerpo, partido por nosotros, y de su sangre derramada para nuestra salvación, imitada por sus discípulos. Las doce canastas de pan que sobraron en una ocasión significan las doce tribus de Israel, y las siete que sobraron en otra la idea de la perfección y la plenitud.
No hay Iglesia sin ese partir el pan y beber el vino de la donación y de la generosidad. Tampoco sociedad que merezca ese nombre. En estos tiempos de pandemia y de grave crisis económica, viendo las múltiples muestras de desprendimiento, de sacrificio, de comunicación, de solidaridad, de compasión, es fácil entender el sentido del milagro de Jesús y de los milagros llevados a cabo por todas las personas, a las que mueve la compasión y el amor, sean o no creyentes en su nombre. Muchos son ya los que dentro o fuera de la Iglesia lo entienden así, y vienen tiempos graves en los que lo entenderán mejor. Y en tiempos próximos sera aún más evidente que sin la continua multiplicación de panes y peces no habra ni política, ni economía, ni sociedad, ni religión, ni humanidad posible.