2 Re 4, 42-44; I Cor. 15, 3-7; Mc 6, 30-44 y 8, 1-10; Jn 6, 1-15
Compartía Jesús mesa con muchos,
incluidos parias sociales:
recaudadores de impuestos,
o simples pecadores,
judíos no observantes, fuera de la ley.
Alegre comensal,
le gustaban las comidas festivas,
que en discursos y parábolas
le servían de ejemplo y anticipo
del banquete del tiempo final, en el reino de los cielos.
Es un día pospascual, junto al mar de Galilea.
Son ya muchos los discípulos
-¿centenares tal vez, los quinientos de Pablo?-
los que forman la iglesia cristiana de Jesús.
Se han repartido los panes y los peces.
Mientras comen alegres, tienen la certeza
de la íntima presencia de Jesús,
que a todos les reúne y les regala.
Oyen su voz cálida y cercana
–¡Dadles vosotros de comer!
Él es quien, primeramente, da gracias a Dios
y parte el pan y reparte los panes y los peces.
Son los panes del banquete final
que anunciaban los profetas de Israel,
y los peces de la pesca abundante
que prometíó Jesús, el primer día, a sus primeros discípulos.
El pan ha sido tan suficiente,
que de muchos menos han sobrado doce cestos:
las doce tribus de Israel, el pueblo entero elegido,
destino del nuevo pan.
O siete espuertas, en la segunda versión de Marcos:
el número que alude a la misión entre gentiles,
como era la hija de la mujer siro-fenicia,
que Jesús curó en la región de Tiro.
Sin duda, los primeros cristianos conocían
la historia de los panes de cebada del profeta Eliseo,
que a muchos evocaba la persona de Jesús.
Eran días de hambre en el país de Guilgal.
Con veinte panes de cebada, regalo de un amigo,
dio de comer el profeta a cien personas.
porque dijo Yahvé:- Comerán y sobrará.
Y ellos comieron y dejaron sobras todavía.
Comían alegres los discípulos del Maestro
junto al mar de Galilea, tras la Pascua.
Jesús era el ausente presentísimo.
Como el mar y la tarde.
Más vivo y cercano que la tarde y el mar.