Avezado a soñar que no llego a tiempo a un acto muy importante; que no sé nada de lo que van a preguntarme en un examen; que he perdido las maletas una vez más; que no encuentro un baño por ningún sitio; que me he perdido de nuevo en los suburbios de una gran ciudad, y, sobre todo, que estoy en un lugar muy alto, incitado permanentemente por el vértigo…, no debiera juzgar extraordinario el sueño de esta noche.
Pero el primer recorrido fue una antología de los lugares artísticos más bellos que haya visto en mi vida: fachadas de palacios y catedrales; retablos y estancias palaciegas; altares con figuras románicas, góticas, barrocas; composiciones pictóricas o conjuntos esculturales entre los más hermosos que he podido contemplar… ¿A dónde me llevaba todo ese museo universal? Acababa de volver a leer, la noche anterior, en La Corte de los Milagros, de Valle-Inclán, esos primeros y breves capítulos, donde nos describe el salón de la duquesa de Torre Mellada, Carolina, con sus espejos y sus cornucopias, con sus generales ridículos y sus damas aristocráticas, pizpiretas o vejanconas. Pero lo que yo veía esta noche era mucho más bello y sublime.
Pero de repente me vi convertido en un gigante frágil e inestable, en medio de un aeropuerto, junto con otro gigante, tan inestable como yo, con cara de un tío mío, ambos dudosos y temblones, sacudidos por el vértigo, que no acabábamos de ver la puerta de entrada al aeropuerto, y con miedo a caernos desde esa gran altura, si bajábamos la vista para mirar.
En un tercer momento nos encontramos en una especie de oficina siniestra, sin adornos artísticos de ningún tipo, buscando simplemente la puerta de salida.
Cuando me desperté, aún me temblaba la mente, como las piernas en el terrible aeropuerto.