No está mal, que, en aras de la verdad, de la realidad de los hechos, se nos caiga el último palo agarradero que nos quedaba en el heteróclito sombrajo Sánchez, que era Margarita Robles. Ayer, ella obedeció, sin más, tal vez rezongando, a su jefe y amigo; inventó, complaciente sanchista, la palabra sustituir en el sentido de destituir, pero sirvió en bandeja de plata -metáfora utilizada por todos, olvidados ya de Herodes Antipas y Juan el Bautista-, pero de plata ensangrentada, la cabeza de doña Paz Esteban, a quien había defendido con uñas y dientes unos días antes en todos los foros. Pero se lo pedía esta vez, urgido por sus socios y a la vez espíados separatistas catalanes, su jefe…, el jefe a quien citó seis veces en su comparecencia, declarándose, por si acaso, su amiga, su favorecida, y a la vez admiradora.
Pobre Margarita Robles. Hoy la he visto en el Congreso, menospreciada ya por la oposición; acometida por Rufián (su patriotismo es tóxico); compadecida a lo sumo por sus miembros y miembras del Gobierno y por los diputados socialistas. Tenía más que nunca aspecto, voz y quejumbres de niña temblorosa. No ha contestado -no hubiera sabido- a las verdades del barquero de la oposición y solo ha pensado en defenderse a sí misma: ¡que nadie le dispute a ella, ay, su amor a España, su defensa de las fuerzas armadas y del Centro Nacional de Inteligencia…!
(Excepto, si otra cosa le pidiera su amigo y admirado presidente, le resonaría su conciencia profunda).
Pobre Margarita Robles. Sin dimitir. Si admitir. Sin manumitir-se. Con solo el miedo de ser cesada, en esa salvaje manera de hablar que tienen casi todos los políticos y periodistas.