Es un sábado caluroso de septiembre, pero al llegar a Erro el sol se ensombrece. De Aribe a Orbaiceta, entre el Agaibel y el Abrakoa. La vieja iglesia del barrio de la Fábrica está hoy abierta, pero llena de trastos: no hay nada que ver. Salimos hacia Azpegi, entre el Murukoa y el Mendilaz por una pista cercada de hayedos y helechales, siguiendo el curso de la regata Txangoa, que desemboca en el embalse, que dejamos a la derecha. A los tres kilómetros, damos con el sencillo refugio, cubierta a dos aguas, abierto ya tras la pandemia, con 14 camas disponibles y una fuente de agua permanente, junto al que están aparcados varios coches. Un panel informativo nos aclara sobre la estación megalítica del lugar.
Con la ayuda de las rutas de Julio Asunción salimos hacia las campas de Azpegi y, tras un pequeño desvío, llegamos al primer dolmen, del que quedan solo dos grandes piedras. A menos de 50 metros, damos con el segundo, mucho mejor conservado, con túmulo y varias de las losas que formaron la cámara primitiva. Volvemos de nuevo a la pista. Superamos una gran curva, en cuya cima hay puestos de cazadores de paloma, que nos confunden, y seguimos bajando hasta a abrirnos a una gran superficie plana, que son las campas de Azpegi (sitio de piedemontes, en el euskara original), cerca de la raya de la frontera francesa, ya frontera intraeuropea, cerrado el horizonte por una niebla, que no amenaza, sino acaricia y alivia. Pasado un abrevadero, donde la pista asfaltada tuerce hacia la derecha, estamos ante uno de los conjuntos de cromlechs más bellos y mejor cuidados de Navarra.
Tenemos a nuestra izquierda el Lepoeder, a nuestra espalda el Mendilaz, y a nuestra derecha, ya en Francia, el Errozate, a cuyos pies nace la Nive. Y cerca de nosotros, varias yeguas pastando. Un día ya lejano, Manuel Mari, el montero, y José Luis, el párroco de Orbaiceta, me trajeron, por pistas y sendas increíbles, en el todoterreno, a ver la cueva de Arpea, la necrópolis de Okabe -la mayor del Pirineo- y la selva del Iraty francés, para bajar hasta el escondido pueblecito de Estérençuby, pero no recuerdo bien si llegamos hasta aquí.
El más completo y bello de los cromlechs, llamado a veces Organbide, mide 21 metros de diámetro y tiene una de sus piedras verticales la envergadura de un menhir. En su parte alta algún salvaje o fanático abrió, el año 2006, un agujero redondo -son reconocibles las huellas de la broca -, para hacerlo más misterioso y ritual, y en ambos lados de la piedra grabó una especie de lauburu o poliburu, signo arcaico y universal del sol, pensando quizás que así vasconizaba el monumento. Hasta media docena de cromlechs, con diámetros de cuatro y cinco metros, están bien reconocibles. Otros, hasta doce, y, segun algunos, hasta dieciséis, lo son menos. Jesús Eloseguí Irazusta, fundador de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, fue el primero que dio noticias de algunos de ellos en 1956.
Montamos nuestra mesita de yantar allí mismo, cerca de los megalitos. Las nieblas no han avanzado hasta aqui. Pasan algunos, pocos, coches, que siguen hacia Francia. Una pareja de jóvenes valencianos se acercan en una caravana y hacemos, por unos minutos, de guías. No parece que buscaran megalitos por aquí.
Volvemos por donde vinimos, y, vencida la tarde, dejamos el coche junto al puente de Aribe, frente a una casa que lleva fecha de 1891, de donde sale un señor maduro, que se pone a pasear por la orilla de la carretera. Comemos unas manzanas sobre el puente romántico, demasiado puente ahora para tan poco río, que apenas se mueve por debajo. Pero la casa central de las flores esplende como siempre en medio del pueblo, como si hubiera llovido todos los días.