Los dos nuevos soldados españoles muertos por los talibanes en acto de servicio al desgraciado país en el que viven, Afganistán, a España, su patria, y a la Humanidad entera merecen también que los espectadores de ese sangriento y espantoso conflicto tengamos al menos las ideas claras. Morir en una misión de paz no quiere decir que no haya una situación de guerra, una guerra continua y feroz de unas guerrillas de fanáticos en muchas partes del mundo contra lo que ellos llaman «el diablo de Occidente». Que tomen parte, por muy moderada que sea, en una guerra defensiva no quiere decir tampoco que su misión no sea de paz. Una misión de paz no siempre es lo que entendemos como una misión humanitaria, propia de una ONG o de un grupo de expertos en el caso de una catástrofe. El derecho a la intervención armada por motivos humanitarios llevó a los soldados de algunos países, por mandato o con anuencia de la ONU, a liberar Kuwait de las tropas de Sadat Husein; a liberar a los kosovares de las tropas serbias; a separar y a proteger a los diversos contendientes en la ex Yugoeslavia, y ahora mismo a impedir el avance y la victoria de los talibanes en Afganistán. Por desgracia, eso no ocurrió, y debía haber ocurrido, al comenzar la guerra interminable entre Irán e Irak o los genocidios en Rwanda y Burundi, por poner sólo dos ejemplos cercanos y crueles como pocos. Los muertos en acto de servicio humano y humanizador en Afganistán o en otro país en condiciones similares y quienes siguen cumpliendo esas tareas son dignos de todos los honores, de todos los agradeccimientos, de todos los esfuerzos, y de las ayudas posibles a sus familiares por parte de la Nación. Dignos asimismo -estoy también seguro de ello- de la recompensa eterna de Dios.