«¡Oh, Hijo del Padre Eterno, Jesucristo, Señor nuestro, Rey verdadero de todo! ¿Qué dejasteis en el mundo, que podimos heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseísteis, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonrais, y aun no tuvisteis sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéramos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas, ¡Ea, pues, hijas mías, ésta ha de ser nuestra devisa, si hemos de heredar su reino, no con descansos, no con regalos, no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que Él compró con tanta sangre. ¡Oh gente ilustre!, ¡abrid por amor de Dios los ojos; mirad que los verdaderos cavalleros de Jesucristo, y los príncipes de su Iglesia, un san Pedro y san Pablo, no llevavan el camino que lleváis! ¿Pensaís por ventura que ha de haver nuevo camino para vosotros? No lo creáis.»
(Santa Teresa de Jesús, Libro de las Fundaciones, 10, 11)