Ahora me entero yo de que el presbítero anglicano John Michell, filósofo inglés del siglo XVIII, fue el primero en investigar la existencia de los agujeros negros. Y no solo eso: innovó en campos dispares como la geología, la gravitación o la óptica. Fue el descubridor de las ondas sísmicas y explicó los tsunamis. Fue el primero en medir la densidad del planeta, inventó el imán artificial, descubrió la corteza terrestre, descubrió las estrellas dobles, revolucionó el magnetismo, y estudió, como he dicho, los agujeros negros, conjeturando que se trataba de estrellas oscuras.
Y todo desde su parroquia rural en el Yorkshire, rodeado de aparatos científicos que él mismo construía. Ferviente admirador de la espiritualidad de Newton, para él investigar era rezar, dialogar con Dios. ¡Eran tiempos, en los que ciencia y religiosidad eran parte integral de la vida humana!
Cuando el terremoto de Lisboa en 1755, Michell, en una actitud muy distinta del deísta y burlón Voltaire, descubrió cómo calcular el epicentro de los seísmos a fin de poder prevenirlos.
A pesar de ser uno de los mayores científicos desconocidos, sigue hoy siendo para todos un maestro del cultivo del espíritu y de la razón.