Ni Dante, ni Pierre du Bois, ni Georges Podiebrad, rey de Bohemia, que diseñó una Confederación continental, hicieron uso del nombre de Europa ni del adjetivo europeo, aunque a ella se referían hablando de la Cristiandad. Fue Aeneas Silvius Piccolomini, después papa con el nombre de Pío II en 1458, uno de los más gloriosos humanistas de su tiempo. Hacia el fin de su vida emprendió la redacción de una Cosmografía general, que es todo un tratado político, económico, eclesiástico y social, de la que pudo terminar los capítulos sobre Europa y Asia. Para él Europa y la Cristiandad eran una sola cosa. Uno de sus objetivo era arrojar de Europa al infiel. El infiel eran los turcos. Cuando él lamenta la toma de Constantinopla, escribe en su precioso latín: Nunc vero in Europa, id est, in patria, in domo propria, in sede nostra, percussi caesique sumus: Ahora es, en Europa mismo, es decir, en nuestra patria, en nuestra propia casa, en nuestra sede, donde somos atacados y muertos… Y ese mismo año se queja amargamente del rumbo que va tomando Europa y la Cristiandad: La Cristiandad no tiene ningún jefe al que todos quieran obedecer. Ni al Soberano Pontífice ni al Emperador nadie rinde lo que les es debido. No hay respeto ni obediencia. Miramos al Papa y al Emperador como nombres, como ficciones. Cada ciudad tiene su rey, cada casa tiene su príncipe.