Por la vía romana Fillera-Pirineo (y III)

 

            El concejo de  Villanueva de Arce es el pueblo más alto del Valle, a 780 metros de altitud, bajo el Corona, con ocho casas históricas, altas y blancas, arremolinadas en torno a la iglesita de San Andrés, de origen medieval pero muy arreglada en el siglo XIX, y media docena de edificios posteriores, exentas, a un tiro de ballesta, hacia el sur, cerca de las faldas de un montecillo. Dos niños juegan con un balón en el rebote.

Seguimos hasta Arrieta, el concejo paralelo a Villanueva,  con una docena más de habitantes. El caserío, con ocho casas históricas, muy renovadas, se  extiende a los dos lados de un prado, donde pasta una yegua negra, y de una plaza o anchurón, ocupado en buena parte por la huerta abandonada y cercada del palacio de Marterena, donde todavía lucen unos perales y membrilleros, y  sobre todo unos lilos.  Sobresale la torre del palacio de cabo de armería, de los viejos Urniza -un jabalí bajo un roble, como en el escudo de Aezkoa-, de tres alturas y ventanas geminadas, adosada a dos edificios góticos más bajos, hoy remodelados y utilizados como Centro de yoga y meditación y baños de bosque. A la iglesia de San Lorenzo, plantada en el extremo occidental del poblado se sube por unas escaleras que llevan al atrio exterior más florido y arbolado de todas las iglesia de Navarra. Una fuente con un chorro de agua permanente en medio de la plaza, es la música más agradable en este día de calor, impropio de un inicio de mayo.

Volvemos a la carretera principal, y subimos hacia el caserío Imizcoz, debajo  del monte Jaundonejakue (Señor Santiago, por una antigua ermita), ¡que aquí dicen Juan del Saco! Pero seguimos  por una pista forestal hasta Gorraitz, seis kilómetros adelante, lugar escondido entre el Elke y el Pausaran, de cuatro casas históricas, despoblado en los últimos sesenta, y hoy con cinco viviendas rehechas, retejadas y renovadas, en medio de una lujuriante vegetación, donde están empadronadas de seis a diez personas. Desde aquí hay otra pista, pero no asfaltada, que  llega hasta a Oroz Betelu. En frente, tenemos el macizo de Baigura, de casi 1.500 metros. En un raso vecino pastan unas yeguas. Al pie de al iglesia de San Martin, cerrada y en mal estado hace ya muchos años, el camposanto es un jardín abrumado de plantas y flores, incluidas las de los dientes de león. No vemos a nadie.

Volvemos por la misma pista y nos paramos en Imizcoz-Imizkotz. Ya era hora de volver. Hace 44 años que mi amigo el ingeniero de montes, José Antonio Larrea me trajo por estos parajes, para mi entonces desconocidos -Imizcoz, Gorraiz, Espoz, Equiza…- y sobre los que escribí un artículo titulado Por la Navarra desconocida. Y tanto.

Comienzo a decir al señor asomado a una ventana entre dos balcones de la única casa habitada que aquí… Y enseguida me conoce, y baja, y nos saludamos y no paramos de hablar. Es el ganadero Ángel García Inda, uno de los dos hijos de aquella señora, que nos atendió aquel día. Un sobrino  vive a ratos en otra casa alta, a cierta distancia. Delante de la casa tienen los hermanos un corralillo de cabras, con su cabrón, y un corderillo, al que se murió la madre y  aquí encontró quien lo amamantase.

Andamos. Nos enseña la iglesita, con sus patrones San Pedro y Santa Águeda. Celebran cada año aquí la fiesta del patrón. Delante del templo, a modo de pequeño jardín, el cementerio donde reposan los padres de Ángel y una hermana. Conoce  este hombre a todos los paisanos del Valle y de todos estos parajes, también a varios canónigos de Roncesvalles que pasaron por aquí. Por aquí también le dijo Txoperena que anduvieron los romanos buscando y explotando minas de cobre y plata.

-¡Qué reencuentro tan entrañable, por Dios!