Un evento imprevisto, en el que tengo una mínima participación y responsabilidad, me lleva, gozosamente, a revivir algunas de mis vivencias en Salamanca, patrimonio cultural de la Humanidad. Aprovecho todos los intersticios temporales, que son muchos, para volver a ciertos espacios predilectos, monumentos de historia y de belleza.
En el vieje de ida, nos paramos en Torquemada, nombre sugerente y fin obligado de etapa, a donde se entra por un majestuoso puente, del siglo XVI, con 25 ojos sobre el Pisuerga, que acaba de recibir al Arlanza. Tiene el pueblo poco que ver con el inquisidor y sí mucho con la reina Juana I de Castilla, que aquí dio a luz a su hija pequeña Catalina, después reina de Portugal, cuando acompañaba el cadáver de su marido, Felipe I de Castilla -Felipe el Hermoso-, camino del panteón real de Granada. Una fina escultura con el busto de la princesa, delante del iglesión de Santa Eulalia (s.XV), lo recuerda. Torquemada tiene un barrio de bodegas subterráneas, como otros pueblos de la comarca vinícola del Cerrato -cerros, oteros, alcores-; una calle llamada de las Hermosas, y una ermita románica ajardinada, recientemente restaurada, Santa Cruz de Cerrato (s. XII). No mucho después, ya en la comarca vallisoletana de Tierra del vino, comemos, a orillas del Duero, frente a la coronada, real y nobilísima ciudad de Tordesillas, que conocemos mejor, frente a las torres-veleros de Santa María, de San Pedro, Santiago, San Antolín y Santa Clara. Aqui el puente que cruza el río tiene diez ojos, están arreglándolo y se dejan ver dos grandes ruedas de molino en el extremo sur.
Ya en Salamanca, la primera tarde-noche, damos una vuelta por los alrededores y nos atrae la luz que inunda la fachada de San Esteban, iglesia y convento históricos de los dominicos españoles de la Edad de Oro. La puerta de la iglesia esta abierta y nos asomamos a la cosecha vendimial del retablo de Churriguera. Pasamos junto a la escultura que la ciudad dedica a fray Francisco de Vitoria, nacido en Burgos de familia vitoriana, y bajamos hacia la cerca vieja, que deja ver, a la luz de los focos, sus recias rocas fundantes, que sostienen las murallas medievales, las nuevas y altas viviendas de lujo, el huerto de Calixto y Melibea, el museo de Art Nouveau y Art Dèco, el archivo de la Memoria histórica… Seguimos hasta el puente sobre el Tormes, desde donde la gente hace fotos a la torre y a la cúpula de la catedral nueva, iluminada de noche como un ángel de luz. ¿Cómo no recordar aquí a «Lazaro de Tormes», nacido en una de sus aceñas, si está ahí el verraco contra el que le aplastó la cara el ciego y, cerca, la escultura conjunta de Agustín Padilla, que los esculpió en alegre compaña? Aquel coscorrón pétreo no se le olvidó a Lázaro, que le devolvió, y al cuadrado, a su amo en el lance del arroyo y el pilar, que acabó con su aventura común.
Volvemos dando un pequeño rodeo, pasamos frente a la Fundación del gran escultor salmantino Venancio Blanco, director que fue de la Academia de Roma; admiramos el monumento a de San Juan de la Cruz, de Fernando Mayoral, y nos quedamos fascinados de nuevo frente a la fachada-retabo de San Esteban, ese mapa celeste-terrestre dominicano, ese arco de triunfo plateresco, todo ahora de plata dorada…