He seguido con fervor europeísta la fiesta del estreno de la presidencia española de la Unión. Viví con entusiasmo cercano la primera presidencia española y no hago de la ocasión un principal motivo de crítica nacional. Hace muchos años que dejé a un lado mi federalismo europeo, tras conocer mejor Europa y el federalismo, pero mi realismo histórico tampoco me impide resaltar la inadecuación de esta doble presidencia, un signo más de la debilidad política europea. Ahora entendemos mejor por qué nadie quería un presidente estable fuerte, que tuviera al costado un presidente de Gobierno semestral, cuyos ministros presidan casi todas las reuniones del Consejo de ministros de los Veintisiete. Se ponga o no al teléfono de Obama, de Lula o del presidente de China, el bueno de Van Rompuy -un buen tipo, además de compositor de haikus– ni cualquiera que le sustituya, no mandará nunca, porque los que quieren seguir mandando son los Gobiernos de los Estados, con sus presidencias nacionales semestrales, que son las que cuentan y que para cada país de la Unión son un acontecimiento de primera magnitud, y más ahora, que serán mucho menos frecuentes. Esta es la realidad y lo seguirá siendo durante mucho tiempo. ¡Buen trabajo, España!