(Los hijos del Zebedeo)
(Gal 2, 9; Mc 1, 19-20; 3, 17; 10, 35-44; Mt 20, 20-28; Lc 22, 24-27)
Un buen día,
Jesús llamó para que le siguieran
a los hermanos Santiago y Juan, hijos del Zebedeo,
que trabajaban en la barca de su padre.
Entonces o después, les puso el sobrenombre de Bonaerges,
«Hijos del trueno»,
expresando quizás una promesa
o una tarea futura especial.
Santiago fue el primer apóstol mártir,
por mandato del rey Agripa I,
el año 44 de nuestra era,
y Juan compañero fiel de Pedro
en la iglesia-madre de Jerusalén.
A Pedro, Juan y Santiago, hermano de Jesús,
Pablo los llamó columnas de esa comunidad.
Otro día, cuando Jesús prometió a los Doce
sentarse en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel,
los hijos del Zebedeo le pidieron
sentarse en la gloria, uno a su derecha y otro a su izquierda.
–No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo he de beber,
bautizaros en el bautismo, en que me voy a sumergir?
Como ellos le dijeran que podían,
Jesús marcó los límites de su poder y su misión:
–Sentarse a mi derecha o a mi izquierda
no es cosa que me toque concederlo.
Se indignaron los otros diez discípulos
por la ambición desmedida de sus dos compañeros,
y Jesús aprovechó la ocasión
de diseñar la sociedad alternativa
a la que imaginaban los hijos del Zebedeo
en un hipotético gobierno del Maestro.
La contrapone a la que rigen los déspotas,
que se tienen por gobernantes y se hacen llamar bienhechores,
sometida a su dominio:
–Pero entre vosotros no debe ser así:
el que quiere llegar a ser grande
será vuestro servidor,
y el que quiera ser el primero
será esclavo de todos.
Que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido,
sino a servir
y a dar su vida como rescate por muchos.