Jn 8, 1-11
Escribas y fariseos llevaron a Jesús
una mujer sorprendida en adulterio.
No llevaron con ella, eso no,
adúltero alguno, sorprendido también:
–Maestro, la ley de Moisés
manda apedrear a las adúlteras
(También a los adúlteros).
¿Qué dices tú?
Jesús mientras tanto
escribía con el dedo en la tierra.
¿Qué escribía el Maestro?
¿Acaso el mandamiento supremo de la Ley?
Levantándose, dijo:
–El que esté sin pecado tire la primera piedra.
Y siguió escribiendo en el santo suelo.
¿Acaso algunos improperios de los viejos profetas?
¿Acaso preguntaba por el nombre del adúltero,
o quizas por los nombres de sus amigos?
Porque Jesús amaba a las mujeres,
que ellos veían como fuente de impureza y de pecado.
Las amaba y respetaba,
las tenía por discípulas,
cosa nunca vista en Israel.
Poco a poco, fariseos y escribas,
viendo los escritos -¡los únicos escritos!- del Maestro,
piedras arrojadas contra ellos mismos,
se fueron retirando.
Ya solos Jesús y la mujer, aquél le preguntó:
-¿Dónde están aquellos que te acusaban?
¿Ninguno de ellos se atrevió a condenarte?
-Ninguno, Señor, contestó la mujer.
–Tampoco yo te condeno.
Vete y no peques más.