La película de Fred Zinnemann sobre A Man for all seasons (1966), Thomas More (1478-1535), ayer noche en TV13, versión cinematográfica de la obra teatral de Robert Boll (1960), que ganó todos los premios posibles en su tiempo, nos acercó a uno de los personajes más atractivos y creadores de la historia europea. Al autor de la Utopía, al precursor del socialismo utópico, que acuñó por vez primera la palabra socialismo, Al jurista, filósofo, teólogo, político, escritor, poeta, epigramista, traductor, profesor de leyes, juez y lord canciller de Inglaterra. Al santo y mártír de la Iglesia católica (22 de junio) y y al mártir y santo de la Iglesia de Inglaterra (6 de julio). Y al patrono de políticos y gobernantes, declarado por Juan Pablo II (2000), a petición de numerosos presidentes de Estado y de Gobierno de todo el mundo. Antes que jurar a su amigo íntimo el rey como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, separada de Roma, para poder divorciarse de su legítima mujer y tener un hijo de su amante Ana Bolena, a la que decapitó cuatro años después, prefirió perderlo todo, hasta su vida.
Nos acercó a aquel hombre que, según sus contemporáneos, tenía un ingenio de ángel y un conocimiento singular, que no tenía par; de maravillosa alegría y afición, y, a veces, de triste gravedad.
Su figura, representada admirablemente por el actor, tanto teatral como cinematográfico, Paul Scofield, sobresale como el día ante la noche comparado con el rey Enrique VIII, el histérico Robert Shaw; el cruel Leo Mckern, que hace de Cromwell, o el hinchado canciller Wolsey, encarnado en un voluminoso y enrojecido Orson Welles, todos los los cuales tuvieron poco después una muerte indigna.
Pero Thomas More, visto desde el mundo en que vivimos, donde, desde los Estados Unidos de América, primera potencia mundial, con un candidato a la presidencia –criminal convicto-, que parece la encarnación del Mal, hasta nuestro país, donde la amoralidad ya es una costumbre oficial, y la presión (Wolsey) y la coacción y el chantaje (Enrique VIII) juegan el papel de la moral, es mucho más que un hombre excelso en el archivo de la historia. Es un modelo eficaz para los políticos de nuestro tiempo. Cuando aquí y allí, todos estos pobres hombres de nuestra política rastrera se acusan unos a otros de traidores, el también condenado por traidor en la Inglaterra del siglo XVI se yergue ante ellos como un gigante de la fidelidad, de la coherencia, de la integridad, de la humanidad, que exigen a veces el sacrificio de muchas cosas, y hasta de la vida.
Es el hombre de fe, de moral, de principios y de fidelidades, que por encima de su cargo, de su vida plena de proyectos, su mujer, sus amigos, sus hijos, y hasta de su vida, no duda en ir a la torre de Londres y hasta en subir la escalerilla del verdugo, por ser fiel a su conciencia, que es a la vez a su Dios y a su Iglesia. Tras bromear en los últimos momentos con el verdugo y con el crecimiento de su barba en la prisión, esta fue su última lección:
I die being the king ´ s good servant, but God ´´´ s first.
(Muero como buen servidor del rey, pero sobre todo de Dios)