Luc 9, 28-36
Pedro, Juan y Santiago
siguieron al Maestro,
para orar, una tarde cualquiera,
en un cercano alcor.
No estaba lejos su partida,
su muerte en Jerusalén.
Él sabía que vino a cumplir y completar
la ley de Moisés, y las muchas profecías
sobre el Hijo del Hombre
que habían anunciado
desde Elías al último profeta.
Jesús, al recordarlos, meditaba
sus vidas serviciales y sus muertes
a menudo violentas,
a la vez que ponía su vida en manos de Yahvé.
Pedro, Juan y Santiago,
aunque el sueño los vencía,
vieron el rostro transfigurado del Maestro
y sintieron deseos de quedarse allí
con él y para siempre.
Jesús volvió a sentirse el Hijo amado,
Predilecto del Padre,
dispuesto a poner toda su existencia
al servicio de la gloria divina
y al servicio de los hombres.
Pedro, Juan y Santiago
le vieron entonces, sorprendidos,
todo lleno de luz,
y sintieron temor,
y, al mismo tiempo,
una recia voluntad
de seguirle siempre hasta la muerte.