Al final de unos de los libro más hermosos que se han escrito nunca, en este caso, Siddhartha, de Hemann Hesse, compañero y amigo Govinda
dejó de ver el rostro de su amigo Siddhartha y vio en vez de él otros rostros, muchos, una hilera enorme, un río de rostros, cientos, miles de caras que llegaban y pasaban, aunque parecieran estar todas allí al mismo tiempo; miles de caras que se transformaban y se renovaban incesantemente y que, sin embargo, eran todas Siddhartha. Vio el rostro de un pez, de una carpa con la cara desencajada por un dolor infinito; un pez moribundo con los ojos saltones; vio el rostro de un recién nacido, rojo y surcado de arrugas, contraerse por el llanto; vio el rostro de un asesino, y lo vio hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre; vio en el mismo instante al asesino encadenado ante su verdugo, que le cortó la cabeza de un solo mandoble… (…) vio dioses, vio a Krishna, a Agni; vio todos estos rostros y figuras anudados en mil relaciones recíprocas, ayudándose unos a otros, amándose, odiándose, destruyéndose, volviendo a procrearse; cada cual empeñado en querer morir…(…), pero ninguno moría, todos se transformaban solamente, renacían sin cesar e iban adquiriendo siempre un rostro nuevo.
Sin saber ya si había tiempo, si aquella visión había durado un segundo o cien años, no sabiendo ya si existía Siddhartha, o un Gotama, o un Yo y un Tú, herido en lo más profundo de su ser como por una flecha divina, Govinda permaneció un instante inclinado sobre el impasible rostro de su compañero, que acababa de besar y que acababa de ser escenario de todas esas metamorfosis, de todo el Devenir, de todo el Ser.
El rostro permaneció inmutable una vez que bajo su superficie, volvieron a cerrarse los abismos de la multiplicidad; sonreía tranquilo, sonreía dulce y tiernamente, tal vez con demasiada ironía, exactamente como El había sonreído, el Sublime.