Leo una larga crónica sobre la pequeña actriz de la película, Rubina Alí, de 9 años, que sigue en la chabola de 4×4 al norte de Bombay. Recuerdo la zona inmensa de chabolas que rodea el aeropuerto de la capital económica e imperial de la India y me entran escalofríos. Allí vive la niña de la película a la que le prometieron no sé cuántas cosas y no se sabe aún cuándo llegarán, si llegan. Mientras tanto sigue siendo la heroína de la zona, todos quieren estar con ella,muchos quieren hacerle una entrevista, y su padre -denunciado por la madre y esposa separada- niega que haya querido vender a la hija por un monton de rupias. Suena en el barrio chabolista a todas horas la música de Jai Ho, que le dio una estatuilla a la película tan premiada de Dann Boyle.Y recuerdo a los tres mosqueteros en el continuo y fulgurante flashback, a la bella Latika y su hermano, entre las sobrecogedoras secuencias de la miseria, el hambre, la suciedad, la crueldad, la prostitución, la guerra de religiones, y también la luz, el color, la pasión, la música del coro final. Una de esas películas sobre personas, acontecimientos, símbolos de un tiempo y de un país, como Ordet, El manantial de la doncella, Novecento, El último emperador, Zorba el Viejo, Amarcord, La misión, y tantas otras, que no se olvidan jamás, y que llevamos en el alma como un peso y a la vez como una liberación.