Escuchando las intervenciones de los distintos partidos políticos en el congreso de los diputados sobre el estado de la Nación, aprecio ante todo la dificultad de tener en la cabeza el estado de la Nación, con toda la complejidad que eso significa y entraña. Pocos políticos, miembros del Leemento (que no Parlamento) discursivo, lo tienen, y de ahí la debilidad y la futilidad de muchos de esos discursos. ¿Quién, además de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, conoce, vg., la ley hipotecaria, la ley de educación o la ley de costas? Y menciono sólo tres, de cientos. Algunos políticos, más que el estado de la Nación, llevan dentro el estado de mucha gente amiga, vecina, de su partido o de su entorno, y pronuncian esa opinión, que suele ser real y emotiva, pero que no es muchas veces la general, o, si la es en algunos puntos, no lo es en todos: Banco Europeo, financiación de la banca, gastos en defensa, política agraria común, etc., asuntos de los que no entiende o le interesan menos. Los grupos minoritarios, que dan la mayoría numérica de los portavoces en la Cámara, aunque sean los menos representativos, son casi todos nacionalistas, cuando no independentistas, ni siquiera admiten la Nación y les importa un rábano su estado, que seguramente desean el peor posible, y sólo se precupan por su pueblo o su comunidad. Tarea difícil, pues, llegar a consenso alguno general, fuera de los partidos constitucionalistas, que cultiven valores e intereses comunes, y que en España, por tradición, suelen estar como el perro y el gato. Con todo, el debate puede ser espejo necesario de nuestra realidad, catarsis para unos y otros, prueba del nueve de los oardores y líderes de cada facción, informe muy útil para todos los ciudadanos, ajenos en general al conocimiento político… Si el príxmo lunes se consiguen redactar algunas proposiciones de calado, consensuadas, al menos, por dos o tres partidos, será anuncio de una nueva etapa, que hace muchos años no la conocemos.