Tarde de difuntos

Cambio, esta tarde, la dulce y confortante
liturgia ancestral cristiana
por la reflexión serena
y el recuerdo minucioso de la vida y de la muerte
de tantos familiares, amigos, conocidos,
y admirados personajes,
que se fueron este año de este mundo,
algunos sin decirnos adiós,
y otros tras un largo padecer
que les fue liberando de la vida.

Amigos y parientes, colegas y vecinos,
admirados difuntos,
que fungisteis la vida por completo,
sin retorno posible,
sin una segunda oportunidad,
¿tan fácil es no estar, este día de noviembre, entre nosotros?
¿Tan fácil es morir, quedarse todo muerto e imposible,
y no decir ya más siquiera una palabra de consuelo?
¿Por qué, pues, nos parece la muerte cotidiana
un suceso tan atroz,
el más atroz de los sucesos habituales,
un castigo quizás de una culpa colectiva,
como los sabios mitos nos trasmiten?
¿Tan fácil es, en todo caso, empadronarse en Dios,
en el cielo de Dios,
sin tiempo y sin espacio,
y no soltar ya prenda hasta el día del Juicio universal?

Me pongo a recordaros, uno a uno,
en póstumo homenaje,
en esta tarde ventosa y turbulenta,
que arrasa implacable las elegantes hojas de los tilos
y me llena el espíritu de todas las nostalgias,
de todos
los merecidos arrepentimientos:
por qué no os conocí mejor;

por qué no os fui más fiel, más cercano y constante;
por qué no estuve más cerca de vosotros
en las horas de  gozo y de dolor,
de júbilo, de pena o desconsuelo.

Qué fácil y cómoda es, en cambio,
la costumbre de los vivos
acerca de la muerte,
fijada en fórmulas
-nunca mejor dicho- lapidarias,
en protocolos rígidos,
dictados por el miedo o la prudencia.
Allí donde estén… dicen algunos.
¿Dónde pueden estar, si Dios no está con ellos,
si Dios no los transforma y resucita?
Algunos se consuelan como pueden,
jurando no olvidaros de por vida,
sabiendo como saben por su propia experiencia
que olvidadizos somos sin remedio.
                                                   ¡Pobres
de aquéllos que dependan
del recuerdo o el olvido de los hombres mortales!

Un muro imposible de intervida nos separa.
Y si la fe es tan fuerte que mueva las montañas
de la duda
y rompa
la ultrasideral
diferencia entre los seres,
se rebela la mente, habituada al espacio y al tiempo,
a imaginar la vida de ultra mundo,
y prefiere la oración balbuceante
o el silencio obsequioso,
último refugio de toda incertudumbre
y signo habitual de discreción.

Pero el hombre es hombre para siempre
y Dios no puede pervertir
la obra de sus manos. El hombre, redivivo,
de veras purificado,
el hombre nuevo, de cuerpo espiritual
que Pablo de Tarso intuyó,
vive humanamente en el seno del Padre,
por la gracia y los méritos del Hijo del Hombre,
y hombre para siempre: nuestro hermano,
nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra gloria.
Y nada  justo y digno de este mundo
ajeno nos será en el reino celeste.

Sólo queda pasar por el oscuro,
el siempre tenebroso,
pasillo de la muerte inevitable,
momento terminal de nuestra vida,
obligado peaje de los seres finitos.
Digámoslo, mejor, con la imagen de noviembre:
como el viento se lleva las hojas en otoño,
nos llevará la muerte  ventolera.
Para nacer de nuevo a una vida sin fin.