Jesús y los samaritanos
Eclo 50, 25-26; Lc 9, 523-54; 10, 29-37; 17, 11-19; Jn 4, 4-48; 8, 48; Hch 1, 8; 8, 1. 5-25; 15, 3.
Era Samaria o País de Samaria
la parte central montañosa de Palestina,
al sur de la llanura de Izreel,
al este de la llanura de Sarón y al oeste del río Jordán.
Fue el antiguo dominio de las tribus
de José, Efraín y Manasés, y parte de Benjamín:
el reino del Norte o reino de Israel.
Conquistado por asirios, babilonios, persas y griegos,
estaba habitado por algunos colonos descendientes de los mismos,
y por muchos semitas, helenistas mayormente.
Tras tomar partido en favor de los Seléucidas,
Juan Hircano, sacerdote asmoneo, lo vinculó a Judá,
después de tomar Siquén, la ciudad más antigua
-hoy, Nablús-, y la capital Samaria;
tras destruir también el templo del monte Garizim,
el santuario supremo de los samaritanos.
Pompeyo lo incorporó a la provincia romana de Siria
y Augusto lo donó al rey Herodes el Grande,
que lo fortaleció y embelleció,
y dio a su capital el nombre griego de Sebaste,
que significaba Augusta.
Ya Ben Sirá, el sabio autor del Eclesiástico,
lo llama el pueblo necio, que mora en Siquén,
detestable igual que edomitas y filisteos.
No era fácil tampoco en tiempos de Jesús
la relación entre judíos y samaritanos.
Cada pueblo adoraba a Dios en templos distintos,
aunque ambos tenían por sagrados los libros del Pentateuco.
Es cierto que Jesús no intentó predicar en tierras samaritanas.
Un día en que quiso, partiendo de Galilea, subir a Jerusalén,
envió a sus discípulos a una aldea de Samaria a preparar la posada.
Pero no los recibieron allí, por ser peregrinos al Templo judío.
Santiago y Juan quisieron entonces
que un fuego bajado del cielo los consumiera,
pero Jesús los reprendió y se fueron a otro pueblo.
Tenían mala fama en Israel los vecinos samaritanos.
Los judíos enemigos de Jesús le llamaron un día
samaritano,
como hombre poseído del demonio.
Pero el único leproso de entre los diez curados, del relato de Lucas,
que volvió a dar gracias al Maestro,
fue un samaritano.
Y el mismo Lucas redactó la bella parábola que lleva ese nombre,
donde el sonoro trueque de expectativas,
tan propio de Jesús, es evidente:
quien cura al herido y desvalijado por los ladrones
no es el sacerdote ni el levita judío,
sino un generoso samaritano.
Porque el prójimo no es solo el de casa, el del pueblo,
sino cualquier ser humano sufriente,
necesitado de ayuda,
esté donde esté,
se llame como se llame.
El evangelista Juan sitúa en Siquén, Sicara en arameo,
junto al pozo de Jacob , y en diálogo con una mujer samaritana
-cosa increíble, escandaloso por entonces-,
su alta teología del encuentro,
donde pasa Jesús de ser un simple judío
a ser un profeta, y luego Mesías,
y después, aclamado por el pueblo, Salvador del mundo.
Evocación tal vez de un encuentro del Maestro en Samaria.
O síntesis preciosa
del mensaje apostólico
en esas tierras, según el libro de los Hechos,
tras la resurrección gloriosa de Jesús.