Tres castros del Hierro en Los Arcos

 

                          Guardamos un buen recuerdo de nuestra reciente visita a Los Cascajos, uno de los pocos yacimientos anteriores a la Edad del Hierro que podemos ver en Navarra. Pero aquel día nos quedamos sin ver los cuatro posteriores de los que nos da cuenta Armendáriz en la villa de Los Arcos,

Habiendo comprobado entonces que La Atalaya ya no es más que una leve loma cultivada por los cuatro costados, vamos esta vez derechos a Los Cambrotes, yacimiento del Hierro Antiguo y Final, Romano y Medieval. Pasamos junto a la gran huerta solar y  a  la hilada de granjas cercana, hasta cerca  de uno de los pasos del pinar que cierra por el sur el campo llano de  la villa arqueña. Es una mañana de sol sincero de septiembre, templado por un cierzo alegre, que llena de gozo la andada.

La verdad que no andamos mucho, porque tenemos cerca el poblado, de unos 7.400 metros cuadrados de superficie. Con una altura máxima de 501 metros, su retrato antes de la plantación de los pinos  era el típico farallón de relieve yesoso, con tres niveles escalonados y sus fosos correspondientes. Hoy los pinos lo hace irreconocible. No está lejos del río Odrón, que por aquí se curva hacia occidente, y más cerca del arroyo Cardiel, afluente de aquel. Parece que fue abandonado en el siglo primero a. C.,  y que sus habitantes pudieron asentarse en la parte baja de la ladera septentrional, donde debieron de formar un pequeño vicus dependiente de Curnonium, el nombre romano del poblado predecesor del actual Los Arcos, según la Cosmografía de Ptolomeo en el sigo II d. C.  Recorremos dos de los niveles o pasillos escalonados, que les vinieron muy bien a los plantadores de pinos, donde crecen algunos ailantos, acacias y azufaifos blancos, y abundan en el suelo las zamarragas, los cardos rastreros y los tomillos.

Siguiendo por una senda bajo la misma cordiline pinosa hasta el camino y carretera de Lazagurría, abordamos el castro llamado El Castillar, otro farallón de yesos cristalizados, de 480 metros de altura y mucho más amplio de superficie, hasta los 20.000 metros cuadrados, a 90metros del Odrón, y cerca de la ermita de San Lorenzo, la ermita más pobre de las siete del municipio, pero la más rica en bulas papales, según me comunica el sabio arqueño y amigo Víctor Pastor. Lo estudiaron el sacerdote Livino Arjona, Castiella y Armando Llanos, que encontraron muchas e importantes cerámicas celtíberas, además de manufacturadas. Un incendio a finales del siglo II a. C. o a comienzos del I, devoró el poblado, cuyos habitantes se habrían instalado en el castro más cercano a la villa actual, El Castillo, que fue muy anterior, claro, al castillo real medieval, que ocupó parte del terreno de aquel. El talud artificial es evidente. En la cima quedan recios restos de sillarejo de una construcción militar, que parece que nadie la haya estudiado.

Mientras yantamos a la sombra de los pinos maldecidos, disfrutamos de la vista  panorámica, algo neblinosa, de la villa, donde campea el airón de su torre renacentista, bien protegida a sus espaldas por el oppidum prerromano, la sierra de Learza, en cuyo cabo occidental se levanta el caserón de San Gregorio,  a la que prolongan,  por el oeste, las Dos Hermanas, la sierra de Cábrega y los peñascales de Codés.

Por la tarde, que es aún larga, nos aventuramos hacia El Castillo. Dejamos atrás los dos monstruos edilicios que afean la villa arqueña y por el hermoso barrio medieval, subimos hasta el Barrio Alto: calle Cocheras, calle de las Cuevas, restos de los bajos muros del castillo… Como en el texto base que nos guía se habla de los depósitos de agua cercanos, subimos hasta ellos, pero una pareja de maduros que anda paseando con un perrito, al que cogen en bazos cuando nos ven, nos sacan del error: los viejos depósitos estaban mucho más al oeste. El matrimonio vive en los aledaños del viejo castillo y nos cuentan anécdotas sobre sepulturas del viejo cementerio como para no dormir. Él conoció a don Livino, del que fue monaguillo, y nos dice que trabajaba en una gasolinera riojana, donde sacaba algún dinero para sus excavaciones informales.

Caminamos un rato de este a oeste por el monte bajo de cardos, hollagas, tomillos, escobas, ontinas…, frente a un rodal de escuálidos almendros, sobre un vallecico cerealizado, que acaba cerca de las ultimas casas por el noroeste y algunas granjas. Por fin llegamos al lugar del castro primitivo, que Armendáriz cifra en 49.000 metros cuadrados, a 200 metros del Odrón, con una altura máxima de 325 metros. Fue descubierto por el arqueño inolvidable Gerardo Zúñiga, quien llamó a Amparo Castiella, que lo estudió antes que Armendáriz.  Fue el fundamento del Curnonium romano, donde se encontraron importantes cerámicas celtíbéricas y una gran tinaja con estampilla de signo silábico ibérico ka. El paso de los siglos, nuevas edificaciones, roturaciones y el pinar inevitable han transformado seriamente el espacio. Por muchas vueltas que damos a la imaginación, no acabamos de identificar del todo el poblado del Hierro, luego romano, después medieval.

Se nos echa de bruces la tarde anochecida. El penúltimo sol refulge ostentoso en el blanco espejo de las primeras rocas de Codés.