Hacía iempo que no leía un cuento de Navidad tan bello como el publicado por Espido Freire en el último número de VN. Durante el inicio de una cena familiar de Nochebuena, en una familia harta de las típicias cenas multitudinarias como en años pasados, la única persona que canturrea Navidad, Navidad, dulce Navidad, la pequeña de la casa, está a punto de morir atragantada por unas almendras. Sus hermanitos mayores le someten a la operación salvamento que han aprendido en la escuela, pero al final la salvan la experencia del pade, ayudado por la madre. El mayor acierto del cuento es el estemecedor relato de lo que en estos pocos segundos pasa por la mente de la madre sobre su vida anterior y su vida futura. Enn uno de esos momentos le sale la vieja plegaria aprendida de niña, aunque solo sea en provecho propio: Padre nuestro que estás en el clelo, salvala, sálvala.
El vacío existencial de tantas personas y de tantas familias, la falta de fundamento vital, el olvido de la práctica religiosa de la infancia, el no cultivo de la fe envuelven todo el relato sin una formuiación expresa. Tanto la madre, que recita el comienzo del Padrenuestro como por casualidad, como el padre, que reconoce que también ha rezado por dentro, dan la clave del cuento: uno no cree hasta que necesita creer.
No hubo cena esa noche de Navidad. Solo llanto, asombro, alegría, desbordamiento, cansancio y sueño. Y una nueva estrella luminosa sobre la casa.