Llueve a ratos y arrecia un cierzo frío en el fortín celtíbero y romano de Medinaceli. La plaza inmensa, como la historia, y sola, como el recuerdo, ahora armonizada por la lluvia. En el palacio ducal contemplamos despaciosamente los mosaicos, las murallas, los aljibes, las fuentes…
Pasamos por la calleja matacanónigos, los canónigos de la antigua Colegiata, hoy museo de los bellísimos pasos de Semana Santa, mientras la iglesia del convento de las Clarisas hace de parroquia de los doscientos habitantes del casco viejo, dentro de los mil del resto del municipio al pie del fortín.
Y desde las soledades de Soria, por el industrializado corredor del Henares, llegamos a tiempo de celebrar el segundo domingo de Pascua al convento de las Carmelitas descalzas de Alcalá de Henares, que visitó santa Teresa en 1567, donde celebran por todo lo alto la fiesta de la Divina Misericordia. La ciudad complutense vive su día grande de las letras, del libro, de lal lengua española, de Cervantes, en una concurridísima Feria librera dentro de la inigualable plaza dedicada al Principe de los Ingenios.
Tras pasar por muchos pinares, robledales y encinares de la provincia de Guadalajara, otro palacio ducal y otra colegiata nos esperan en otra villa ducal llamada Pastrana, patria de Moratín, donde hasta los chocolates y pastelerías llevan el nombre de Éboli. Aquella tremenda mujer, princesa del mismo nombre, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, lo llenó todo en su tiempo, hasta una torre de su palacio, convertida en prisión por orden de Felipe II, y trajo a mal traer a su amiga Santa Teresa. La villa recuerda ampliamente a las dos.