En el célebre coloquio de Regensburg entre Benedicto XVI y el filósofo alemán agnóstico Habermas, el papa germano dejó entrever que a la Iglesia Católica le había costado siglos estar en condiciones de dialogar con la Modernidad. Habermas, por su parte, sugería que también a los agnósticos les quedaba una tarea pendiente: hacerse a la idea de que debían aprender a dialogar con los creyentes, compartir argumentos, ajustar sus actitudes epistémicas a la persistencia de comunidades religiosas. Rechazaba el filósofo alemán igualmente todo intento de expulsar lo religioso del ámbito público, y calificaba de sinsentido oponer la razón de los agnósticos a las razones religiosas, en virtud del supuesto de que las razones religiosas provienen de un mundo irracional. Porque la razón opera en las tradiciones religiosas igual que en cualquier otro ámbito cultural, incluida la ciencia. Pues el criterio de lo verdadero y lo falso no lo fija la ciencia, que es -también ella- parte de una historia de la razón, a la que pertenecen asimismo las religiones. Cognitivamente sólo existe una y la misma razón humana. Ni los agnósticos ni los creyentes son irracionales.