«Verted, juntando las dolientes manos…»


Lo que hacemos nosotros hoy, cuando comparamos la situación política de estos últimos años en España con los tiempos  de la Transición y de la Constitución de 1978, exagerando los tonos por la nostalgia, lo hacía Benito Pérez Galdós, en 1865, en prosa romántica, cuando contrastaba la situación de aquellos años de su vida, que precedieron a la Revolución Gloriosa, con los días de la Constitución de Cádiz, en 1812. Han sido los dos grandes momentos de la reconciliación, del consenso y de la unidad en la historia contemporánea de España. Don Benito rememoraba los heroismos de la guerra contra Napoleón, como el de la siempre inmortal Zaragoza, y ponderaba la alegría posterior del pueblo español: Era todo un pueblo que se sentía grande, que acababa de dar la más levantada prueba de su esfuerzo, recabando el patrio hogar de entre las garras de legiones de numerosas e invencibles hasta entonces; constituyéndose al mismo tiempo bajo una legislación política tan sabia y tan recta, que dejó asombrados a los pueblos más inteligentes de Europa, y merecía ser adoptada para sí por naciones extranjeras. Era un pueblo que daba estas relevantes pruebas de su virtud, de su saber y de su heroismo… Y todo eso, y mucho más, lo contraponía a lo que aquellos próceres insignes, los Argüelles, los Muñoz Torrero, los Calatrava o los Quintana, si resurgieran, podrían haber visto en el tiempo en que él escribía: La libertad que asentaron sobre tan robustos cimientos la verían vilipendiada; el sistema constituciomal, objeto de  su afán más solícito, manchado de impureza; la administraciòn,  tan sabiamente organizada, devorada por el desconcierto y  la anarquía (…) y hasta la misma dignidad del Parlamento, de aquel Parlamento que cuando ellos lo llenaban era obedecido por la Regencia (…), arrastrando una existencia tristísima, separado del sentir de la nación, maltratado por los ministerios… Para terminar con estos malos versos tardía y pedestremente románticos: Verted, juntando las dolientes manos / Lágrimas, ¡ay!, que escalden la mejilla / ¡Mares de eterno llanto, castellanos, / No bastan a borrar vuestra mancilla!