Viaje a Peñafiel (IV)

 

          Por la tarde, la iglesia de San Miguel, la parroquial de Peñafiel, de Renacimiento sobrio, está cerrada y la cercana de San Pablo, la joya del lugar, se abre a las ocho menos cuarto. Sobre los restos del alcázar del rey Alfonso X, su sobrino carnal, el Infante don Juan Manuel (1282-1348), hizo poner en 1324 la primera piedra del exuberante convento dominico, gótico-mudéjar -Bien de Interés Cultural-, todo arcos y ventanales en paredes de piedra y ladrillo, y dos torreones. Fue el autor de El Conde Lucanor duque y príncipe de Villena, señor de Peñafiel y de numerosas villas, mayordomo mayor de los reyes Fernando IV y Alfonso XI, y adelantado mayor de Murcia y Andalucía. En una dependencia de este convento dio a luz, el 29 de mayo de 1421, a Carlos de Aragón y Navarra, Príncipe de Viana, Blanca de Navarra, ex reina de Sicilia y esposa entonces de Juan II de Aragón, hijo de Fernando I de Aragón (también Fernando de Trastámara o Fernando de Antequera), duques ambos de Peñafiel.

Uno de los biznietos de don Juan Manuel mandó construir en una de las cabeceras de la iglesia del convento una capilla funeraria, de piedra caliza muy blanca y minuciosamente labrada, terminada en 1536, en estilo plateresco. En una arqueta de piedra, entre dos escudos de la Casa, reposan los restos del Infante, encontrados en la misma iglesia, el año 1955, en una caja de madera. Por lo demás, la iglesia de San Pablo, hoy del convento de los Padres Pasionistas, es, por dentro y por todos los lados, una iglesia de la Congregación, llena de santos y santas de la misma. Solo una talla de Santo Domingo de Guzmán en una de las capillas nos recuerda el origen dominicano del templo.

La mañana del lunes la dedicamos toda entera a la necrópolis de Pintia, en el municipio de Padilla de Duero, no lejos de Peñafiel. Acostumbrados a visitar castros celtíberos en Navarra, no podíamos dejar de visitar esta imponente necrópolis de los vacceos, primos hermanos de los nuestros. Los vacceos eran un pueblo celta, proveniente del norte de Europa, que fundaron varias ciudades autónomas entre sí, entre ellas, Pintia. Los vacceos ayudaron a los arévacos de Numancia frente a los romanos, que por eso persiguieron a los primeros. Lo cierto es que en el pago de Las Quintanas se descubrió una ciudad destruida por un incendio. Posteriormente, los visigodos de la zona instalaron su necrópolis sobre la antigua ciudad vacceo-romana. Hoy, Las Quintanas son solo un panel informativo en un mar de campos de cereal, regados por aspersión, como todos los campos -sernas o viñedos- de la Ribera del Duero.

Lo importante es aquí la próxima necrópolis de Las Ruedas una de las zonas arqueológicas más famosas de España, Bien de Interés Cultural desde 1993. De una seis hectáreas de extensión, estuvo activa entre el siglo V. a. C y el inicio del II d. C. Cerca de la carretera, junto a un rodal de pinos, entramos a pie libre, sin mediación alguna –se hacen también, en fechas concretas, visitas guiadas- al recinto abierto del yacimiento, en manos, afortunadamente, de la Universidad de Valladolid, tras los muy didácticos paneles que nos ponen al corriente de todo. Y se nos informa claramente de la odisea que ha sido el descubrimiento, la excavación y el estudio del lugar, que sólo ocupa una parte de lo que fue tanto la ciudad como la necrópolis, porque los dueños de las fincas cerealísticas se han negado a vender, por fines culturales, sus posesiones aledañas.

Lo que en primer lugar vemos es una larga extensión de altas piedras calizas, de color blanco y media magnitud, hincadas en el suelo, distribuidas por todo el llano; a la derecha, una hilada de cipreses, y otra de árboles que parecen acompañar a un arroyo, que es el arroyo de La Vega. Los celtas cremaban los cadáveres, ataviados con los elementos propios de su condición social, que, junto a los huesos, eran recogidos en un recipiente cerámico (urna cineraria) y trasladados a un hoyo abierto en el camposanto, donde sus parientes y amigos aportaban comida y bebida en otros recipientes para facilitarles el viaje al más allá. Lajas de piedra, procedentes del próximo cerro de Pajares, servían para señalar las tumbas y permitir la visita, donde se hacían libaciones, se elevaban plegarias…

Centenares de tumbas de incineración se han ido descubriendo en las excavaciones, de las que destacan las vinculadas a la aristocracia pintiana, tanto de guerreros como de mujeres e hijas, algunas de ellas con más de cien piezas. Un porcentaje significativo de tumbas estuvo y está señalado por piedra calizas, clavadas en el suelo, algunas de ellas monumentales, que han dado lugar al topónimo Las Ruedas. Impresionantes son los montones de piedras, donde se incineraban los cadáveres, y otros parecidos, donde, según costumbre céltica, se exponían los cuerpos de los guerreros muertos en combate, a los que se reservaba el privilegio de ser devorados por los buitres, que llevaban su espíritu a los cielos.

Pero a nosotros todavía nos impresiona más, a veces hasta las lágrimas, ir leyendo, en la zona mejor estudiada, y adornada de cipreses, cada una de las leyendas o epitafios, sobre cada hoyo, escritas por los profesores vallisoletanos, con los años de cada difunto, su sexo, posible oficio, a lo que se añade en muchos casos epitafios clásicos, poemas antiguos o actuales, entre ellos, los del buen poeta vallisoletano Aderito Pérez Calvo (1926-2012). Siento mucho no poder trasladarlos aquí.

En la necrópolis no falta una zona pedagógico-educativa para colegios de niños que la visitan. También en el ángulo sur occidental del cementerio hay unas docenas de epitafios de personas de la zona, enterradas aquí, con su nombre y el muy frecuente atributo: hijo hija de estas tierras. Al final de la escalera que nos sube a la cima de una pequeña pirámide, formada con la tierra excavada en el lugar, hay una pequeña escultura en hierro con una cruz unida a un trisquel céltico. Toda una oración por todos los que descansan aquí.