Cada día, a eso de las 11 de la mañana, Xavier Anton, barcelonés de 90 años, se sienta en el taburete que le sacan los empleados de la residencia geriática, en la calle Ripollés, de Bacelona, y espera a que su mujer, Carmen, vuelva de desayunar a la sala de estar, cuyas ventanas dan a la calle. Entonces le pega con los nudillos en el cristal, le lanza besos, le hace carantoñas, le dice cosas bonitas o reza el Padrenuesto. El día de Sant Jordi, naturalmente, le lleva una rosa.
Y así, día tras día, mes tras mes. Enferma de Alzeimer, cuando no pudo más y después de una caída grave, tuvo que llevarla a la residencia. Luego vino la pandemia y no pudo ir a visitarla. Ahora le permiten sacarla alguna vez a la semana con una acompañante. Pero todo le parece poco y por eso acude cada día a la cita amorosa, como cuando eran novios: él trompetista en una orquesta y ella, natural de Huesca, empleada en una pastelería. Él está contento porque una vez que Carmen le ve, cambia de cara y a veces le sonríe. Eso le basta para ser feliz: Eso no lo ha perdido, dice, y lo que él no quiere es perderla del todo. El amor, que se vacía y comunica, que distingue y unifica, que es uno y plural, hace estas cosas, estas maravillas.
Xavier Anton y Carmen ya han salido en muchos periódicos, hasta norteamericanos, y en muchas televisiones. Le han dicho a Xavier que es ya viral, y a él eso le hace gracia y hasta se alegra, porque en el fondo lo que èl quiere que se hable de su mujer, que siga viva, con Alzheimer y todo, en boca y mente de muchos.
Estoy seguro de que, sin periódicos y televisiones, hay en el mundo muchos Xavier Anton y Carmen, que nos enseñan con pruebas irrefutables que el amor es capaz de todo eso y más. Para empezar, de ir cada día a la calle Ripollés y esperar en un taburete a que aparezca junto a los cristales una mujer con Alzheimer, a la que llaman Carmen.