Zamora, Toro, Simancas…

 

            Volvemos a la autovía de la Plata y llegamos a Zamora. Es un día soleado y fresco, como los días anteriores en Salamanca. Subimos a la ciudad alta  amurallada: la bien cercada sobre la peña tajada. La plaza Viriato bulle de mercadillo dominguero. En la terraza sobre el Duero del renacentista parador Condes de Alba y Aliste tomamos un café, y desde allí deambulamos hasta el castillo y la catedral, deteniéndonos en todas las iglesitas románicas que nos van saliendo al paso. Están abiertas y atendidas con motivo del Año Jubilar zamorano, que conmemora el IX Centenario de  la restitución de la sede diocesana (1121), tras ser arrasada por Almanzor. Qué nueva y limpia está Zamora, llena de museos y edificios modernísimos, desde que la ví, cuando vine a verla desde Simancas, hace once años. Qué delicia andar por la Rúa de los Francos y llegar a la inmensa explanada sobre el Duero, que estalla al sol de historia patria y de arte supremo.

Al volver, vamos siguiendo el mirador sobre el río y sus puentes, uno de los miradores más bellos de España. En uno de esos miradores veo señalada la Ruta de Claudio Rodríguez, el excelso poeta zamorano en esta tierra de poetas:

         Tú, a quien estoy oyendo igual que entonces / tú, río de mi t ierra, tú, río Duradero…

En una de las paredes aledañas hay colgada una antología de poetas zamoranos, entre ellos, Claudio, que canta a su ciudad del alma, y otros, bien conocidos, como Agustín García Calvo.

Vamos a comer a Toro (¿Campus Gothorum?), la segunda ciudad de la provincia, conjunto histórico -artístico, riquísima también en patrimonio -alcázar, colegiata, iglesias, conventos, palacios, casonas…-, asomada también sobre el Duero y embrujada asimismo por él.

A  media tarde, hacemos una última parada en Simancas, la Septimanca romana en tierra de los vacceos, en la campiña del Pisuerga. Aquella posterior fortaleza árabe, convertida en castillo de los almirantes de Castilla, los Enríquez, fue luego prisión real, y desde Felipe II, Archivo General del Reino. En esa Torre del obispo, que visité cuando estudié en sus pupitres, fue colgado el obispo de Zamora y comunero, Antonio de Acuña, que poco antes luchó en Navarra al servicio del emperador. No fue ejecutado inmediatamente, como sus amigos, Padilla, Bravo y Maldonado, pero fue encerrado en Simancas: no se arrepintió, sino que estranguló al alcaide de la fortaleza y fue  muerto a garrote vil.  Subimos hasta la plaza del pueblo, por calles estrechas y sinuosas, para ver los 17 arcos, con tajamares y contrapilares, del puente medieval montado sobre la vieja calzada romana Ausgustaemerita-Caesaraugusta para atravesar el Pisuerga. 

Este municipio, famoso por su archivo nacional, por el obispo colgado, por las batallas contra Abderramán en 939 y contra Napoleón en 1812, ha más que doblado su población en unos pocos años, gracias a su cercanía a la capital, Valladolid, y a unas urbanizaciones cercanas y confortables, lejos de sus empinadas y ariscas calles medievales.